Llamados a la Esperanza
Llamados a la Esperanza (Efesios 1: 15-18)
No sé a qué tipo de situaciones te enfrentas en tu vida diaria, ni cuán fuerte te encuentras respecto a tu fe. No sé si tu ánimo desfallece con frecuencia, o si constantemente, incluso, sientes que no estás listo para lo que tienes delante. Pero si te sucede como a mí, esas no son sensaciones extrañas, y necesito recordar a menudo que no soy la fuente de mis propias fuerzas. No me siento lista para lo que viene, pero Él sí lo está.
Pablo no cesaba de dar gracias por la fidelidad de aquellos creyentes en Éfeso, y por el amor que mostraban hacia otros (v.15). No importaba que difícil era su situación, la acción de su fe no desfallecía, estaba listo para servir a los demás, y eso llenaba el corazón del apóstol. Sin embargo, pide por ellos fervientemente para que su entendimiento sea aun más alumbrado, y tengan sus ojos bien abiertos a tres cosas que debían recordar. La primera de ellas es la esperanza a la que Él les (y nos) ha llamado.
¡Qué diferente es vivir con la mirada firmemente puesta en lo que esperamos en Cristo, al contrario de hacerlo mirando a otro lado! Cualquiera de las cosas que tenemos alrededor atrapa nuestros sentidos y aunque nos atrae en lo inmediato con sus luces y sonidos, no tarda mucho en mostrarse como parte de un mundo sin esperanza, lleno de vacíos que nada ni nadie llena, por mucho que busquemos, por muy bien que se nos presenten esos ofrecimientos.
La esperanza en Cristo, sin embargo, está anclada en Su resurrección. Si lo que Jesús dijo sobre Su muerte y su vuelta de la tumba es cierto (¡y lo es!) entonces todo lo demás también es una verdad profunda y sólida en la que podemos descansar.
Cuando todo alrededor se cae, porque está afianzado en la inestabilidad de la arena, nuestro fundamento, que es Cristo, permanece. Podemos, entonces, tener la esperanza de ser sostenidos y de proseguir en nuestro regreso a casa como peregrinos, da igual cuántas dificultades atravesemos, o cuánto se nos saque de nuestras casillas, porque el Señor, y no otro, sostiene nuestra mano (Salmo 37:24).
No necesitas ser fuerte, ni siquiera sentirlo. Solo recordar que nos dirigimos al hogar y que nuestro camino está cimentado en Él. Nuestra esperanza es Cristo mismo, ancla segura (Hebreos 6:19)
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